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Bajo un sol forastero. (La fanciulla del West)

Bueno… bueno… me demoré unos días en publicar esta entrada porque sufrí un accidente laboral: tuve que trabajar.

En cualquier caso yo estoy seguro que estuvieron entretenidos con la magnífica primera colaboración del blog. Como las cosas buenas vienen en pares (dicen que vienen en tríos pero todavía no me consta) aquí les dejo otro artículo escrito especialmente para que lo publique en «Parado…» En este caso se trata de la gentil Margherita Carosio (@MargheritaCaro1) quien desde España me regala su mirada sobre «La fanciulla del West» (La jovencita del oeste) de Puccini, lo que vendría a ser, más o menos, un Spaghetti Western. Los dejo con Margherita y todo su saber operístico.

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Mira que me gusta Puccini, pero durante mucho tiempo ver “La fanciulla del West” me apeteció tanto como que me dieran un sopapo; el tema es que no, que no… ¿El salvaje oeste cantando ópera? Me imaginaba a John Wayne lanzando gorgoritos y es que no, que no… Pero un día me decidí porque Puccini merece, por lo menos, un voto de confianza. He aquí la historia:

“Érase una vez, allá por el salvaje oeste, cuando la fiebre no se medía en grados de temperatura, sino en gramos de oro, una linda muchachita que se llamaba Minnie. Minnie regentaba un saloon  en una población de mineros; como es de suponer, todos ellos estaban perdidamente febriles, no sólo por el oro, sino por sus huesos (los de la muchacha), pero ella ¡ay! soñaba con que, un día, llegaría su príncipe azul (aunque, con la polvareda de aquellos andurriales, lo más probable es que si iba de azul no se le notara mucho). El caso es que Minnie, que cuidaba a los mineros como una madre o una hermana y les impartía instrucción cristiana, era a la vez depositaria (por aquellos entonces aún no habían abierto las Cajas de Ahorro) del oro que éstos iban encontrando, y lo guardaba en un tonel, bajo el mostrador. Como se puede suponer, por aquellos parajes merodeaban feroces bandidos atraídos, no por el olor de las sardinas, sino de las pepitas de oro, que sin duda eran mucho más cómodas de obtener una vez que los mineros ya las habían rescatado del río. El más temible de todos era un tal Ramérrez (sí, ya lo sé, deberían haberle llamado Ramírez, cosas de la ortografía del que escribió la novela original, que era norteamericano), que quería echar mano a Minnie… bueno, perdón, a su tonel… quiero decir a las pepitas… bueno, vamos… a las pepitas de oro que Minnie guardaba en el tonel. Jack Rance, el sheriff, que tampoco podía faltar en esta historia, no sólo trataba de poner orden en el lugar y de mantener a raya a los bandidos, sino que también quería echar mano -este sí- a Minnie. Pero Minnie no paraba de recordar al desmemoriado Rance que tenía una esposa.

Un buen día, llegó al saloon un forastero, Dick Johnson (sí, como Johnson & Johnson, el del champú para bebés pero con un “dick” por delante). Minnie y él se habían conocido años atrás, en un breve y casual encuentro en el que él le ofreció flores. Luego Dick desapareció y la cosa no llegó a más, pero aquella fugaz colisión fue suficiente para que Minnie sintiese un pellizco… en el corazón, lo que hizo que jamás pudiese olvidar a aquel misterioso forastero. Por eso, cuando vio aparecer de nuevo al del pellizco (en el corazón), sintió como si un montón de picaronas mariposuelas le hiciesen cosquillas en el estómago (vamos, que la muchacha andaba entre pellizcos y cosquillas) y, cuando el sheriff Rance (que desconfiaba hasta de la camisa que llevaba puesta) quiso meterse con el forastero, no fuera a ser que resultase ser un bandido, Minnie le dijo: “¡¡Quietoooooorrrr!! (saludos, Chiquito de la Calzada) ¡A este hombre… ni tocarlo! ¡Que yo respondo!” ¡Pues menuda era nuestra heroína!

En esta ocasión, Johnson y Minnie pudieron hablar con mayor detenimiento, ya que el del champú… perdón, el forastero, esta vez no tenía ninguna prisa pues había venido al saloon… sí, a buscar el oro. El tal Johnson resultó ser Ramérrez que, sin embargo, ganado por la bondad y el voluntarioso carácter de Minnie fue incapaz de meterle mano… al tonel. Cubriendo de elogios a Minnie, Johnson (que ya estaba sintiendo también el pellizco) se despidió; la muchacha, perdidamente enamorada ya de él, le invitó a visitarla esa misma noche en su cabaña de la montaña.

Ya en casa de Minnie, mientras Wowkle (la india que ayudaba a Minnie en las tareas domésticas) preparaba la cena, llegó Minnie y le anunció que serían dos para cenar;  al oírlo,  la india abrió unos ojos más grandes que los platos que estaba colocando en la mesa, pues era la primera vez que Minnie tenía una cita. Rápidamente, Minnie se puso a acicalarse, aunque estaba tan aturullada que no acertaba a ponerse en condiciones ni las botas. En éstas, llegó Johnson y Minnie, aunque hacía mucho frío, sintió que se derretía… Eso sí, aunque enamorada, nuestra heroína no era tonta, así que le preguntó a Dick si aquel día había ido al saloon a verla a ella o buscar a una tal Nina Micheltorena (que por lo visto era una pájara de cuenta, una “loba” de las de “a este cojo, a este dejo”) Dick, que cada vez iba sintiendo el “pellizco” ese con más fuerza disipó las dudas de Minnie… hasta tal punto que logró que ésta le diese su primer beso… Llegados a este punto, ya los dos estaban febriles perdidos el uno por el otro.

El destino quiso que, cuando Dick iba a marcharse, empezara a nevar, lo que dio un argumento a Minnie para conseguir que su amado se quedase con ella a pasar la noche; eso sí: ella en la cama y Johnson en un sofá. Pero hete aquí que, en medio de la noche, de repente alguien se puso a golpear con gran insistencia en la puerta de Minnie; era el sheriff, con tres hombres más. No sin antes esconder a toda prisa a Dick, Minnie abrió la puerta, y lo primero que le soltó el sheriff fue que su famoso “amiguito” Dick Johnson no era otro que el peligroso bandido Ramérrez; él: “Que sí, que es él” y ella: “Que no, que no puede ser…” acabáramos…

Una vez que Minnie consiguió que aquellos inoportunos visitantes se marchasen, llegó la hora de “cantarle las cuarenta” (por supuesto, en bastos) a Ramérrez. Y, así, después de ponerle más verde que la hoja de un perejil a pesar de que el muchacho trataba de defenderse diciendo que ella le había hecho arrepentirse de su vida de bandolero, Minnie le mandó a tomar por… quiero decir, a tomar viento (que debía de hacer mucho, porque era una noche cruda de invierno donde las haya). Al poco de salir Ramérrez de la cabaña, se oyó un tiro: por lo visto el sheriff se había quedado al acecho y había conseguido hacer blanco en su presa porque Ramérrez, herido, tuvo que volver a entrar en la cabaña y Minnie le escondió en el altillo.

Cual sabueso que babea tras su presa, el sheriff  llamó a la puerta de Minnie, convencido de que ésta había escondido al herido. Después de un rato, cuando Minnie ya estaba a punto de convencer a Rance de que Ramérrez no estaba  allí, empieza a llover… pero no fuera, sino dentro, y no agua, sino las gotas de sangre de Ramérrez que, recordemos, estaba herido en el altillo. Triunfante como un pitbull que le hubiera hincado el colmillo a la pantorrilla de un cartero, Rance subió al altillo, “enganchó” a Ramérrez y lo bajó a rastras. Entonces Minnie, que tenía las pepitas de oro, si me dejo entender, propuso a Rance una apuesta; jugarían los dos a las cartas y, si ganaba ella, Ramérrez sería libre y si ganaba Rance… serían suyos el herido y también ella. Se pusieron a jugar. La primera partida la ganó Rance… la segunda Minnie… en la tercera Minnie, que había tenido la prudencia de esconderse un as, no en la manga sino en el calcetín, fingió un desmayo y, mientras el sheriff se despistó para traerle un vaso de whisky, al volver se encontró con que ella ¡tacháaan! le mostraba, triunfante, un “full” de ases. Así que, más mosqueado que un pavo el día de Navidad, el sheriff se fue y Minnie se abrazó a Johnson, que ya era todo suyo.

Pero ahí no terminó la historia. Una madrugada Rance, mientras dormitaba, al igual que otros mineros, en un claro del bosque, cerca de sus caballos (¿se habrían quedado sin casa?) escuchó tiros y gritos de alegría; era que habían capturado al bandido (a Ramérrez sí, vamos, que la palabra del sheriff valía tanto como una moneda de cuero). Atado como una morcilla, trajeron la presa ante el sheriff y empezaron las deliberaciones acerca de cómo debía efectuarse la ejecución. Se decidieron, al fin, por hacerle “bailar” de una cuerda; menos mal que el que tenía que prepararla se entretuvo todo lo que pudo a ver si le daba tiempo a Minnie a venir a rescatar a su amado. Y cuando ya la soga estaba rodeando la garganta del infortunado Ramérrez, de pronto se oyó el galopar del caballo de Minnie que, como el séptimo de caballería, llegó justo a tiempo para el rescate. Aun con Minnie presente, Rance dio la orden de colgar al preso… pero nadie le hizo caso, porque todos los ojos estaban fijos en Minnie… Minnie,  que había sido un ángel para ellos, que les había cuidado cuando estaban enfermos, que había sido para ellos madre, hermana, maestra… Minnie apeló, uno a uno, al buen corazón de aquellos mineros; les recordó aquella última lección que les impartió sobre el camino de redención que todos podemos obtener. Y, finalmente, aquella valerosa mujer se ganó los corazones de todos… y el preso fue puesto en libertad y, los dos juntos, se fueron hacia un futuro mejor. Y colorín, colorado, este cuento se ha acabado.”

Fragmentos musicales:

Aquí el sheriff Rance, trata de darle penita a Minnie para que le haga caso:

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En éste, Minnie le habla al del champú (perdón, a Dick) acerca de cómo se desarrolla su vida solitaria en el salvaje oeste:

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Aquí es cuando Minnie ha descubierto quién es en realidad Dick y lo pone a parir; él trata de defenderse, alegando que el amor de ella le ha reformado:

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A continuación, la partida de póker en la que Minnie se juega la vida de Rance y su propia dignidad:

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En este fragmento, tenemos al pobre Ramérrez que, a punto de ser colgado como un chorizo, tiene el pobre todavía ánimos para cantar:

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Y, por fin Minnie, que ha llegado al rescate, consigue salvar a su caballero:

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Esto fue «La Fanciulla…». Muy divertida. Muy Puccini, a pesar del polvo, el oro y los balazos. Si quieren más ya saben que en la red se encuentra de todo, yo por mi parte me quedo con el sabor de lo que Margherita supo contarnos.

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Como en Lima no hay ni un solo Saloon esperaré encontrarme con una cantinera sexy mientras estoy parado en la esquina escuchando ópera.